En el tejido invisible del universo, como ya os hemos comentado en otras ocasiones: hay hilos que se entrelazan con una precisión asombrosa. Destinos que se cruzan sin previo aviso, almas que se encuentran sin haberse buscado, historias que comienzan con un susurro del tiempo y terminan floreciendo en un milagro.
Hoy os venimos a contar un poco sobre el padre de este concepto llamada «Sincronicidad» y ese es: Carl Gustav Jung, nacido en Suiza el 26 de julio de 1875, fue el hombre que se atrevió a mirar más allá de la razón, nos dejó un legado que va más allá de la psicología. Fue un explorador del alma, un cartógrafo del inconsciente, un alquimista de los símbolos que danzan en nuestra psique. Su vida estuvo marcada por las conexiones invisibles, esas que muchos llaman casualidad, pero que él, con su intuición de visionario, nombró como sincronicidad.
Desde niño, Jung sintió que el mundo estaba lleno de signos que esperaban ser descifrados, mientras otros veían coincidencias triviales, él descubría patrones ocultos, mensajes susurrados entre los pliegues de la realidad. Creció en un hogar donde la espiritualidad era la norma, pero él buscaba algo más: una verdad que uniera lo tangible y lo inefable, lo real y lo soñado.
La idea de que el universo nos habla a través de encuentros y sucesos que, aunque no ligados por la lógica, están entretejidos en el significado profundo de nuestras vidas.
En la intimidad de su consultorio, entre pausas cargadas de significado y confesiones entrecortadas, Jung descubrió una verdad profunda: los sueños de sus pacientes no eran meras manifestaciones de su mente, sino reflejos de un orden más amplio y misterioso. Una mujer soñaba con un escarabajo dorado justo antes de que uno golpeara la ventana de su consultorio; un hombre veía en sus pesadillas el colapso de un puente días antes de que ocurriera en la realidad. Imágenes arquetípicas, símbolos ancestrales y premoniciones tejían un lenguaje secreto que parecía vincular la psique individual con el mundo exterior. En más de una ocasión, pensamientos fugaces parecían hallar respuesta en la realidad con una precisión asombrosa, como si el universo respondiera a los susurros del alma. Así nació en él la convicción de que la vida no avanza al azar, sino que sigue una coreografía secreta donde el significado es la brújula y la sincronicidad, el lenguaje oculto de lo trascendente.

La muerte de Carl Gustav Jung aquel 6 de junio de 1961, no fue un final silencioso, sino el último compás de una sinfonía donde la sincronicidad brilló con la intensidad de un relámpago—literalmente.
Aquel día, en su hogar de Küsnacht, el cielo no guardó silencio. Una tormenta rugió con la fuerza de lo inevitable, como si el universo mismo sintiera el peso de la despedida. En el instante en que Jung exhaló su último aliento, un rayo cayó en su jardín, que descendió con precisión casi mística sobre su árbol favorito, el mismo que tantas veces había observado desde su ventana.
Pero la historia, como los sueños que Jung tanto estudió, no terminó con su muerte. Años después, el destino aún tejía sus hilos invisibles, manifestando su misterio en un nuevo acto de sincronicidad.
El escritor y cineasta Lawrence van der Post, amigo y discípulo de Jung, emprendió la tarea de capturar su esencia en una película, como quien intenta atrapar la brisa o traducir el murmullo de un río. La última secuencia debía rodarse en la casa de Jung, justo en el lugar donde el rayo había fulminado su árbol favorito.
Frente a la cámara, Van der Post narraba el extraño suceso del día en que murió Jung. Recordaba la tormenta de aquel 6 de junio y el relámpago que cruzó el cielo en el momento exacto de su muerte. Y entonces, como si el universo respondiera de nuevo, otra tormenta comenzó a formarse sobre la casa de Jung. El cielo se oscureció, el aire se cargó de electricidad y, justo cuando pronunció la palabra «rayo», un relámpago iluminó el jardín.
El trueno retumbó en el aire con una fuerza que hizo temblar la tierra y quebró la voz de Van der Post por un instante, quedó sin palabras, pero la cámara siguió rodando, testigo impasible de ese instante imposible, de ese reflejo del pasado que se repetía con la precisión de un símbolo.

La sincronicidad no es solo una idea; es el patrón oculto detrás de los acontecimientos, el hilo invisible que entrelaza lo imposible. En El milagro de Beatrice, vimos cómo una serie de coincidencias salvó vidas. En Yesterday, cuando algo está destinado a suceder, cómo una melodía llegó en un sueño para cambiar la historia de la música. Y así, aquel rayo que partió el árbol de Jung el día de su muerte y el otro que sacudió a Van der Post años después parecen hablar en el mismo lenguaje.
Si existe un acto donde la sincronicidad se manifiesta con toda su magia, es en la donación de óvulos. Porque hay encuentros que no requieren palabras, lazos que se tejen en la distancia, destinos que se cruzan sin mirarse. Algo más grande que nosotros mismos nos guía, hilando historias que, aunque invisibles, laten al mismo ritmo.
Nuestras Floras son testigos vivos de esta conexión. Mujeres que, sin conocer el rostro de quien recibirán su ayuda, sienten en su interior un llamado profundo, una certeza silenciosa. Justo cuando una mujer anhela la maternidad con todo su ser, en algún otro lugar, otra decide tenderle la mano, sin siquiera saberlo. No es azar. No es casualidad. Es sincronicidad.
Yo Soy Flora, un relámpago de amor que sincroniza destinos.⚡️
Yo Soy Flora, porque soy resplandor.🌈
Yo dono óvulos, porque soy fertilidad.🌷
Yo dono óvulos, porque como Jung elijo despertar esperanza en otros.❤️

Si sientes el llamado de este ciclo profundo y misterioso, si en tu interior vibra esa energía sutil que une a mujeres extraordinarias en el gran tejido de la existencia, queremos caminar contigo en esta misión.
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